El
24 de marzo de 1976, la burguesía argentina, a través de sus cuadros armados
(las FFAA), aplica la decisión
estratégica: el derrocamiento, mediante un golpe de Estado a la entonces
Presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón, para profundizar el
proceso de disciplinamiento y reordenamiento de las relaciones sociales del
capitalismo argentino, a través de una violencia que, en manos de las clases
dominantes, se transforma en el instrumento privilegiado para preservar el
sistema capitalista en nuestro país. Este disciplinamiento se había tornado indispensable
para la burguesía en un contexto de crisis de acumulación capitalista (mundial
y local) y ante la acumulación de fuerza de los sectores populares, que
aparecía en el horizonte inmediato como amenaza de desborde popular
irrefrenable.
El
golpe no fue militar sino cívico, eclesiástico y militar… el mismo no podría haberse
llevado a cabo sin el apoyo de la Iglesia Católica, aun impune, y sobre todo,
sin la complicidad y/o connivencia de grandes empresas, tal como el propio
Jorge Rafael Videla, uno de los tres integrantes de la Primera Junta Militar y
presidente de facto de Argentina, reconoció en un reportaje concedido al
periodista Ceferino Reato para la revista Cambio 16, donde admitió la colaboración
de los empresarios con su gobierno. Se torna entonces irrefutable la existencia
de cierto grado de coordinación entre la gerencia alta y media de las grandes
empresas, ya fueran argentinas o extranjeras, los sindicatos actuantes y las
fuerzas armadas represivas que restauraron el -orden- fabril. El largo camino
en búsqueda de verdad y justicia iniciado en 1983 con el juicio a las juntas
militares continua en la actualidad con las causas abiertas por violaciones a
los derechos humanos en las que se tornan visibles las complicidades civiles y
los apoyos que recibiera la dictadura militar.
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