¿Somos
marxistas? ¿Existen marxistas? Tú sola, estupidez, eres eterna. Esa
cuestión resucitará probablemente estos días, con ocasión del
centenario, y consumirá ríos de tinta y de estulticia. La vana cháchara y
el bizantinismo son herencia inmarcesible de los hombres. Marx no ha
escrito un credillo, no es un mesías que hubiera dejado una ristra de
parábolas cargadas de imperativos categóricos, de normas indiscutibles,
absolutas, fuera de las categorías del tiempo y del espacio. Su único
imperativo categórico, su única norma es: “Proletarios de todo el mundo,
uníos”. Por tanto, la discriminación entre marxistas y no marxistas
tendría que consistir en el deber de la organización y la propaganda, en
el deber de organizarse y asociarse. Demasiado y demasiado poco: ¿quién
no sería marxista?
Marx significa la entrada de la inteligencia en la historia de la humanidad, significa el reino de la conciencia.
Su
obra cae precisamente en el mismo período en que se desarrolla la gran
batalla entre Tomás Carlyle y Heriberto Spencer acerca de la función del
hombre en la historia.
Carlyle:
el héroe, la gran individualidad, mística síntesis de una comunión
espiritual, que conduce los destinos de la humanidad hacia orillas
desconocidas, evanescentes en el quimérico país de la perfección y de la
santidad.
Spencer:
la naturaleza, la evolución, abstracción mecánica e inanimada. El
hombre: átomo de un organismo natural que obedece a una ley abstracta
como tal, pero que se hace concreta históricamente en los individuos: la
utilidad inmediata.
Marx
se sitúa en la historia con el sólido aplomo de un gigante: no es un
místico ni un metafísico positivista; es un historiador, un intérprete
de los documentos del pasado, pero de todos los documentos, no sólo de
una parte de ellos.
Este
era el defecto intrínseco a las historias, a las investigaciones acerca
de los acaecimientos humanos: el no examinar ni tener en cuenta más que
una parte de los documentos. Y esa parte se escogía no por la voluntad
histórica, sino por el prejuicio partidista, que lo sigue siendo aunque
sea inconsciente y de buena fe. Las investigaciones no tenían como
objetivo la verdad, la exactitud, la reconstrucción íntegra de la vida
del pasado, sino la acentuación de una determinada actividad, la
valoración de una tesis apriórica. La historia era dominio exclusivo de
las ideas. El hombre se consideraba como espíritu, como conciencia pura.
De esa concepción se derivaban dos consecuencias erróneas: las ideas
acentuadas eran a menudo arbitrarias, ficticias. Y los hechos a los que
se daba importancia eran anécdota, no historia. Si a pesar de todo se
escribió historia, en el real sentido de la palabra, ello se debió a la
intuición genial de algunos individuos, no a una actividad científica
sistemática y consciente.
Con
Marx la historia sigue siendo dominio de las ideas, del espíritu, de la
actividad consciente de los individuos aislados o asociados. Pero las
ideas, el espíritu, se realizan, pierden su arbitrariedad, no son ya
ficticias abstracciones religiosas o sociológicas. La sustancia que
cobran se encuentra en la economía, en la actividad práctica, en los
sistemas y las relaciones de producción y de cambio. La historia como
acaecimiento es pura actividad práctica (económica y moral). Una idea se
realiza no en cuanto lógicamente coherente con la verdad pura, con la
humanidad pura (la cual no existe sino como programa, como finalidad
ética general de los hombres), sino en cuanto encuentra en la realidad
económica justificación, instrumento para afirmarse. Para conocer con
exactitud cuáles son los objetivos históricos de un país, de una
sociedad, de un grupo, lo que importa ante todo es conocer cuáles son
los sistemas y las relaciones de producción y cambio de aquel país, de
aquella sociedad. Sin ese conocimiento es perfectamente posible redactar
monografías parciales, disertaciones útiles para la historia de la
cultura, y se captarán reflejos secundarios, consecuencias lejanas; pero
no se hará historia, la actividad práctica no quedará explícita con
toda su sólida compacidad.
Caen
los ídolos de sus altares y las divinidades ven cómo se disipan las
nubes de incienso oloroso. El hombre cobra conciencia de la realidad
objetiva, se apodera del secreto que impulsa la sucesión real de los
acaecimientos. El hombre se conoce a sí mismo, sabe cuánto puede valer
su voluntad individual y cómo puede llegar a ser potente si,
obedeciendo, disciplinándose a la necesidad, acaba por dominar la
necesidad misma identificándola con sus fines. ¿Quién se conoce a sí
mismo? No el hombre en general, sino el que sufre el yugo de la
necesidad. La búsqueda de la sustancia histórica, el fijarla en el
sistema y en las relaciones de producción y cambio, permite descubrir
que la sociedad de los hombres está dividida en dos clases. La clase que
posee el instrumento de producción se conoce ya necesariamente a sí
misma, tiene conciencia, aunque sea confusa y fragmentaria, de su
potencia y de su misión. Tiene fines individuales y los realiza a través
de su organización, fríamente, objetivamente, sin preocuparse de si su
camino está empedrado con cuerpos extenuados por el hambre o con los
cadáveres de los campos de batalla.
La
comprensión de la real causalidad histórica tiene valor de revelación
para la otra clase, se convierte en principio de orden para el ilimitado
rebaño sin pastor. La grey consigue conciencia de sí misma, de la tarea
que tiene que realizar actualmente para que la otra clase se afirme,
toma conciencia de que sus fines individuales quedarán en mera
arbitrariedad, en pura palabra, en veleidad vacía y enfática mientras no
disponga de los instrumentos, mientras la veleidad no se convierta en
voluntad.
¿Voluntarismo?
Esa palabra no significa nada, o se utiliza en el sentido de
arbitrariedad. Desde el punto de vista marxista, voluntad significa
conciencia de la finalidad, lo cual quiere decir, a su vez, noción
exacta de la potencia que se tiene y de los medios para expresarla en la
acción. Significa, por tanto, en primer lugar, distinción,
identificación de la clase, vida política independiente de la de la otra
clase, organización compacta y disciplinada a los fines específicos
propios, sin desviaciones ni vacilaciones. Significa impulso rectilíneo
hasta el objetivo máximo, sin excursiones por los verdes prados de la
cordial fraternidad, enternecidos por las verdes hierbecillas y por las
blandas declaraciones de estima y amor.
Pero
la expresión “desde el punto de vista marxista” era superflua, y hasta
puede producir equívocos e inundaciones fatuamente palabreras.
Marxistas, desde un punto de vista marxista…: todas expresiones
desgastadas como monedas que hubieran pasado por demasiadas manos.
Carlos
Marx es para nosotros maestro de vida espiritual y moral, no pastor con
báculo. Es estimulador de las perezas mentales, es el que despierta las
buenas energías dormidas que hay que despertar para la buena batalla.
Es un ejemplo de trabajo intenso y tenaz para conseguir la clara
honradez de las ideas, la sólida cultura necesaria para no hablar
vacuamente de abstracciones. Es bloque monolítico de humanidad que sabe y
piensa, que no se contempla la lengua al hablar, ni se pone la mano en
el corazón para sentir, sino que construye silogismos de hierro que
aferran la realidad en su esencia y la dominan, que penetran en los
cerebros, disuelven las sedimentaciones del prejuicio y la idea fija y
robustecen el carácter moral.
Carlos
Marx no es para nosotros ni el infante que gime en la cuna ni el
barbudo terror de los sacristanes. No es ninguno de los episodios
anecdóticos de su biografía, ningún gesto brillante o grosero de su
exterior animalidad humana. Es un vasto y sereno cerebro que piensa, un
momento singular de la laboriosa, secular, búsqueda que realiza la
humanidad por conseguir conciencia de su ser y su cambio, para captar el
ritmo misterioso de la historia y disipar su misterio, para ser más
fuerte en el pensar y en el hacer. Es una parte necesaria e integrante
de nuestro espíritu, que no sería lo que es si Marx no hubiera vivido,
pensado, arrancado chispas de luz con el choque de sus pasiones y de sus
ideas, de sus miserias y de sus ideales.
Glorificando
a Carlos Marx en el centenario de su nacimiento, el proletariado
internacional se glorifica a sí mismo, glorifica su fuerza consciente,
el dinamismo de su agresividad conquistadora que va desquiciando el
dominio del privilegio y se prepara para la lucha final que coronará
todos los esfuerzos y todos los sacrificios.
(artículo publicado el 4 de mayo de 1918 en el periódico EL GRITO DEL PUEBLO)
No hay comentarios:
Publicar un comentario